martes, 15 de septiembre de 2015

Las rarezas fijan el precio de las cosas.

El cielo permanece en un gris impersonal, mientras una envolvente lluvia aterriza en estos últimos días de verano con un único fin: anunciarnos la necesidad de una analogía entre la rutina invernal, y el tiempo meteorológico. El mal tiempo involuntariamente nos condiciona a generar una predisposición hacía el mundo melancólica, y hoy no podía ser de otra manera. Detrás de un día triste, siempre hay alguien nostálgico;  parece que me gusta excusarme en ello.  

Hace tiempo que perdí la esperanza en el sentido de mi existencia. Es difícil intentar comprenderse a uno mismo cuando no hay nada que egoístamente te haga sentir complacida. No me malinterpretéis, ello no se genera por el  hecho de no sentirme completa, si no de sentir que no voy hacia ningún sentido, de sentirme arrastrada por la vida. Aunque llegué a un momento de apatía gracias a ello, siempre albergaba en mí unos resquicios esperanzadores dispuestos en siluetas reales y visibles, que hacían palpable una oportunidad de cambio en mi  rumbo. Confié en su existencia, y una vez más, todo se desmoronó. Me dejaron al descubierto la triste realidad: no tenía nada a lo que aferrarme. No me queda nada de esperanza, ni para mí, ni para mi visión de lo que me rodea. El férreo e inocuo desdén no me apenó demasiado. Cuando te has acostumbrado a decepcionarte, cada decepción duele menos. Noté la evaporación de esta pérdida, pero no disfruté demasiado de su sabor amargo: he vuelto a la apatía.


Hoy me limito a no pensar, solo a disfrutar de mis rarezas propias de un día como hoy. En días tristes, sigo el mismo ritual: mientras anochece pongo la luz de una pequeña lámpara que me genera un cómodo ambiente de penumbra. Nada más reconfortante como abrir las ventanas, escuchar el sonido de la lluvia al compás de Death Cab For Cutie. Solo esto consigue despreocuparme. 

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