El cielo permanece en un gris impersonal, mientras una
envolvente lluvia aterriza en estos últimos días de verano con un único fin: anunciarnos
la necesidad de una analogía entre la rutina invernal, y el tiempo meteorológico.
El mal tiempo involuntariamente nos condiciona a generar una predisposición
hacía el mundo melancólica, y hoy no podía ser de otra manera. Detrás de un día
triste, siempre hay alguien nostálgico; parece
que me gusta excusarme en ello.
Hace tiempo que perdí la esperanza en el sentido de mi
existencia. Es difícil intentar comprenderse a uno mismo cuando no hay nada que
egoístamente te haga sentir complacida. No me malinterpretéis, ello no se
genera por el hecho de no sentirme
completa, si no de sentir que no voy hacia ningún sentido, de sentirme
arrastrada por la vida. Aunque llegué a un momento de apatía gracias a ello,
siempre albergaba en mí unos resquicios esperanzadores dispuestos en siluetas
reales y visibles, que hacían palpable una oportunidad de cambio en mi rumbo. Confié en su existencia, y una vez más,
todo se desmoronó. Me dejaron al descubierto la triste realidad: no tenía nada
a lo que aferrarme. No me queda nada de esperanza, ni para mí, ni para mi visión
de lo que me rodea. El férreo e inocuo desdén no me apenó demasiado. Cuando te
has acostumbrado a decepcionarte, cada decepción duele menos. Noté la
evaporación de esta pérdida, pero no disfruté demasiado de su sabor amargo: he
vuelto a la apatía.
Hoy me limito a no pensar, solo a disfrutar de mis rarezas
propias de un día como hoy. En días tristes, sigo el mismo ritual: mientras
anochece pongo la luz de una pequeña lámpara que me genera un cómodo ambiente
de penumbra. Nada más reconfortante como abrir las ventanas, escuchar el sonido
de la lluvia al compás de Death Cab For Cutie. Solo esto consigue
despreocuparme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario