lunes, 22 de diciembre de 2014

Una templada sonrisa de fluctuación personal.

Cuando una persona apaciguada y calmada es capaz de engendrar una abismal ira, te das cuenta del poder que se necesita para controlar los impulsos irracionales de todo ser humano. La línea que separa la cordura de la locura es tan minúscula que un simple ápice de indecisión puede causar la escisión del extremo, la toma del comportamiento al que tanto tememos.
El autocontrol es un carácter que se va adquiriendo, si bien hasta ahora no me había dado cuenta de la importancia que puede llegar a tener saber ser justo a la vez que responsable, y a su vez, poseedor de una inequívoca inteligencia emocional.
Hoy he sentido ira, cabreo, he dejado que el egoísmo se apoderara de mí, un egoísmo fruto de la injusticia del infortunio; egoísmo sin justificar, a fin de cuentas. Siento gran desdicha al sentir todo ello; rectifico: siento desdicha de dejar que todas estas predisposiciones negativas hayan podido ganar el pulso al raciocinio, siento haber pecado y deshonrado a mis propios valores. Siento que cada vez se hace más duro encontrarme cuando, días como hoy, me doy cuenta de que no me conozco; me sorprendo de violar mi pragmatismo, y odio no poder evitar dejarme guiar por los malos sentimientos. Quizás hoy haya sido un preaviso, o directamente un aviso, sin preámbulos, de que, aunque parezca inverosímil, cada momento que vivimos lo estamos analizando con minucioso detalle, evitando caer en lo que para nosotros supondría un problema personal, un problema de fingir una predisposición. Parece que el tópico ''Carpe diem'' era demasiado del 2003. 
Quizás me merezca un descanso, de los hábitos y rutinas, pero qué fácil es decirlo cuando no solo eso es lo que debe cambiar. Necesitar algo que por fin sea capaz de apaciguar el desdén y descontrol emocional que siento, por todo, por algo, por mi.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Frialdad

Es difícil acostumbrarse al vacío existencial. Llevo tanto tiempo abnegada y reprimida en este contexto que me sería difícil concretar el momento en el que todo ello se desencadenó.
La verdad es que a todo una se acaba acostumbrado; el dolor persiste, es algo que siento con gran viveza. Un dolor que va más allá de lo físico, un dolor mental, un dolor incluso del alma. Noto como se encoje, se retuerce, y se libera a veces con algunas lágrimas. Acabas acostumbrándote. Llega un punto en el que la descomunal fuerza del dolor es tanta que te acabas resignando a ella, acabas cediendo, y los sentimientos no pueden con ella. Ha ganado la frialdad. Por unos momentos te dejas envolver por la apatía, sigues sintiendo frío y tristeza, mucha: has renunciado a los sentimientos.
Pero...¿realmente se puede renunciar? Acabo de recordar una cuestión que me sigue inquietando tanto como la primera vez que la escuché, una cuestión que abandona lo vanal. Si pudieras renunciar a los sentimientos, si te privaran de dolor, ¿aceparías?. Esta pregunta llegó a calar hasta el más pequeño ápice de inocencia. Hay momentos en los que la tristeza es tanta que pienso que aceptaría sin lugar a dudas, pero esta postura no consigue durar más de un pequeño lapso temporal de ingratitud. Solo de pensarlo se desencadena en mí un inequívoco miedo, no creo que fuera capaz de sobrellevar esa tenue situación. La mayoría de los días me levanto con una sensación horrible de inexistencia, siento tristeza, soledad, un sin fin de sentimientos guiados por la falta de esperanza, pero no dejaría de querer sentirlos, gracias a ellos sé que soy libre, se que escojo mis deseos; gracias a ellos puedo reafirmar mi existencia, mi contingencia, mi vida. No aguantaría vivir en un mundo en el que la apatía viniera acompañada de inexistencia. Estaría privada de una parte de mi, mi manera de actuar probablemente fuera otra, y de pensar. Seguiría sin sentirme en conjunción con mi esencia. No merecería nada la pena, aún sabiendo que sea cual sea su ingratitud, jamás desaparecerá.