domingo, 15 de marzo de 2015

Disfrutando de la ausencia de la tercera dimensión.

Siempre me ha gustado observar el silencio, lo que cubre, y lo que deja al descubierto. Hay muchos tipos de silencios; silencios tímidos, que superfluamente intervienen cuando el interlocutor tiene una esencia que, por una razón aún desconocida para ti, te fascina. Silencios alentadores, en los que el disfrute y la comodidad son los principios fundamentales. Silencios pretenciosos, intrépidos incluso, donde la sugerencia al olvido sería lo más apropiado. También está el más temido de los silencios, el incómodo, aquel donde nuestros ojos parecen estar jugando al escondite, evitando coincidir. 

Realmente es algo que me fascina, el silencio. Es algo que tenemos tan aceptado que nos olvidamos de lo que representa. Todos disfrutamos de él unos segundos al menos a lo largo del día, pero no incidimos en su existencia demasiado, es algo vagamente normal. Sin embargo, amplio es el tema de lo contrario, de la falta de silencio, ya sea en forma de ruido, de música o de algo melódicamente agradable. De ello se disfruta, todos podemos hablar con libertad de lo que nos hace sentir unas fuertes ondulaciones en el aire, está preestablecido, pero del silencio, no se habla, y si se hace, siempre desde un punto de vista superficial. Es algo que por definición no se habla, sería incongruente hablar de algo cuando su comunicación no haría más que desvanecerlo. Pero hoy me apetece escribir de él, del disfrute de cerrar los ojos y estar con los ‘’oidos en blanco’’.

Su voluntad radica en la  introspección, o al menos en parte. Tengo la sensación de que muchas veces malgasto el silencio, intento disfrutar al máximo de él, llenando al pensamiento de juicios vacíos, cuando lo que realmente me inquieta es la búsqueda de una certeza que me garantice, que mi delicadeza de tiempo hacia un determinado algo, ya sea acción o propensión, sea la apropiada. Dedicamos tiempo a ontologías que parcialmente parecen pilares importantes sobre nuestra propia existencia, contingencia y deseo de perecer, pero llega un día en el que actúan de una determinada manera fuera de lo común que dejan al descubierto que su importancia en nuestra propia ontología no era más que algo puramente extrapolado por nuestra inocencia. Cuesta valorar su existencia, pero la decepción queda al descubierto, siempre y cuando el silencio lo diga, claro.

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